Abrazo

A veces me quedo quieta, pequeña y encogida. Me abrazo a mí misma para así soslayar el frío.

Pocas veces miro atrás, a buscar atisbos de lo que fue, de lo que fui, de lo que pensé que sería. Ya no escarbo en tierras que no son mías, sólo me miro en reflejos intrusos, curiosos, que me dicen que esa soy yo, pero no me reconozco.

Evito las palabras que alguna vez fueron mías, evado los caminos que llevan al repaso, a la fractura irreparable que constituye este abismo. Estoy a la orilla, mirando esa oscuridad a punto de resbalar y, a veces, con el impulso de aventarme al vacío.

Nuestros cuerpos, nuestras manos, nuestra mirada se separan, de nuevo, para siempre.

Yo me quedaré aquí, esperando verte, aunque sé que no vendrás, esperando hablarte, aunque tu corazón sea sordo a mi voz, esperando no sé qué, de esa noche que te perdiste y te vi por ultima vez.

Aquí seguiré con las culpas a cuestas que crepitan en mi espalda, con mis verdades manchadas de vergüenza, con mis mentiras enterradas en ese sitio donde te conocí. Germinarán, verán la luz y serán implacables como tú. 

Me abrazo a la espera del calor del sol que desde hace meses es blanco. Enfermos son los días confusos, fríos y eternos como mi falta de razón.

 

Tinieblas


Con nubarrones en los ojos navego en la oscuridad de un sueño inconcluso. Con la temeridad del insomnio revuelto en sombras imprecisas, a través de la luz que ciega en su trayecto directo al iris, en la negra obviedad del pensamiento.

Hundida en la vacuidad insomne, llena de dudas breves, veo que la realidad que sueño, la felicidad que busco, está en otra parte.

Limitándose a dar sólo una media sonrisa, a medias me absorbe, a medias me encuentra totalmente en penumbras. De negro, en la noche, ahogada en una ciénaga ennegrecida de recuerdos estancados, clavados en las sienes.

y yo…

Yo sólo me dejo llevar bajo esa corriente de desvaríos lóbregos, entre pequeñas y celebres ironías, en imposibles y mínimos que son casi nada, buscando a ciegas, con los ojos abiertos en las tinieblas, tu mano. 


Yo no sé olvidar.

 Yo no sé olvidar. El olvido está colmado de presencia, de calles, de besos, de lugares fortuitos, de momentos muertos, horas convenidas, ilusiones gastadas. Voces, ecos distantes, imágenes congeladas que quedaron grabadas en la superficie del córtex.

Yo no sé olvidar, el olvido huye de mí, dentro de este escaparate de cristal que cubre el iris de mi ojo izquierdo, no sé y no pretendo sujetarlo.

Quizá algún día alguien me tenga caridad y me enseñe el arte de la omisión. Esa triste profesión de nombres innombrables, de calles intransitables, y fotos quemadas.

¿Podría, o existe siquiera la esperanza para una memoria más renegada que la mía dispuesta a entregarse cada ápice de recuerdo?

¿A cuántas horas se encuentra el olvido en este punto de la memoria?

¿Cuánto tiempo se requiere para apiadarse, para socavar esta cabeza que no para rumiar sobre de mí y el vacío de las horas muertas en el hastío?

No, yo no sé olvidar, persigo el olvido en carreras que no acometo ganar. En las que me dedico a el recuerdo y su ceremoniosa presencia durante, antes y después de la entrega del sueño.



Yo pensé que habías muerto.

Yo pensé que habías muerto. Estaba segura, porque esa noche la última hoja del abedul cayó en el mismo instante en que te apareciste, después de semanas de ausencia. Llegaste como un espectro de la noche envuelto en la oscuridad. Te acercaste a mí con tus manos afiladas, heladas como el metal, acariciaste mi cabello y recorriste mi rostro. Me dijiste, al ras de mi oído: “me tengo que ir” y yo, que empecé a besar tus manos punzantes con mis labios partidos de frío y de espera, te imploré con la voz rota: “no te vayas, no nos dejes, que el árbol ya está seco y las estrellas, que se habían escondido en el manto de las nubes durante tu ausencia, por fin se han asomado tímidas al verte, no nos dejes a oscuras de nuevo”. 

Pero te fuiste, desapareciste como un sueño al despertar. El silencio lo aplastó todo, las estrellas se ocultaron y la noche sin luna se hizo una boca oscura que dejo salir mis lamentos. Yo pensé, entonces, que habías muerto. Me dije que definitivamente estabas muerto, porque te extinguiste cual un espectro en la niebla cuando me besaste en la mejilla, diciendo adiós. Yo alcancé a decir hasta luego, como si fueras a regresar de la muerte, te dije hasta luego.

Entonces cerré las puertas, enterré todas las llaves y corrí las cortinas. Me vestí de noche y me puse mis aretes de estrellas que guardo en mi buró. Los que me regalaste esa noche estrellada cuando caminábamos engarzados de las manos a orillas del río, cuando nuestros pasos eran uno sólo bajo la luz azul del umbrío horizonte lleno de promesas. Me fui descalza para no hacer ruido, para no despertar a nadie. No quería que supieran que yo sabía que habías muerto. Me fui, así como llegué: Volando en el viento nocturno, como las aves negras plagadas de adiós. 

Caminé sin rumbo. Con los pasos indecisos buscando un lugar dónde descoser mi memoria para acordarme de ti. De todos los detalles de tu cara y tu cuerpo, de las palabras dichas, las promesas, y los besos, pero sobre todo las noches. Esas noches estrelladas en las que me izabas a tu pecho descolgando mis pies de la tierra, para bailar juntos ese vals horizontal, haciendo de nuestra cama un laberinto de pliegues blancos, donde corrían ríos de nosotros hechos de agua y sal. 

Encontré nuestro rincón de siempre junto al río que tantas veces nos vio andar. Escogí esa banca, donde tú me cantabas al oído canciones que te inventabas dedicadas a mis manos y a mis ojos. Y me quedé ahí vestida de noche con mis aretes de estrella de plata colgando de mis orejas, con la cara tapada con las manos para no hacer tanto escándalo mientras lloraba a pulmón abierto para así arrancarme de jalón las costuras de mi corazón, abrirlo de tajo para dejarte ir. Yo pensé que habías muerto. Te lloraba como se lloran a los muertos: con el alma hecha jirones y la voz ronca llena de ecos.

Cuál fue mi sorpresa, cuando, enjuagando mis ojos para mirar al firmamento, te vi. Ahí mismo del otro lado del río, cual reflejo en el agua. Estabas ahí sin mirarme, sin imaginarme si quiera. Yo supuse que no me veías porque estaba vestida de noche con estrellas y me confundía con el cielo nocturno. Iba a llamarte, alzar mis manos, gritar tu nombre con la emoción de encontrarte, cuando entonces, la vi. De pronto estaba amaneciendo y ella llegó sonriente vestida de sol y con nubes blancas que cubrían sus pies y tú, como cigarra buscando la luz incandescente, la rodeaste en tus brazos, esos brazos que alguna vez me estrecharon junto a ti. Y yo, que pensé que habías muerto, deseé que lo estuvieras.


Una pesadilla

Por: María Döring


Sus pasos hacían eco a lo largo del camino en el bosque. La oscuridad de la noche no le permitía ver con claridad hacia dónde se dirigía. Corrió mucho tiempo, huyendo de la catástrofe, sin aliento se detuvo junto a un árbol a mirar detrás de si. Las llamas en lo alto de la torre iluminaban el cielo nocturno como una gran antorcha. Podía oír aún los gritos de los menos afortunados en escapar. El miedo volvió a apoderarse de él, pensó que quizá ya habían dado cuenta de su escape y estarían persiguiéndolo. Tomó aire y continuó corriendo lo más rápido que pudo a la profundidad del bosque. Poco a poco los gritos de dolor dejaron de escucharse y el clamor del agua se hizo presente en la oscuridad. Camino indeciso hacia aquel murmullo que le transmitía una honda angustia y se encontró ante un río de aguas mansas y profundas. Al acercarse y ponerse de rodillas en la orilla para poder beber notó que aquel líquido era nauseabundo y espeso con un sabor metálico. A través de sus aguas fluía la sangre derramada de otros como él que habían intentado huir. Se lamentó profundamente, la sed le corroía la boca.

El río era ancho, enorme, lo abarcaba todo de lado a lado. No podía regresar, sus asesinos estarían cerca, tenía que seguir adelante, pero la oscuridad del frondoso bosque y las nubes plomizas que no dejaban pasar la luz de la luna, calaban su alma. Dudaba en seguir, hasta que una luz se alzó iluminando su camino. Los nubarrones negros que cubrían el cielo se dispersaron dejando al descubierto la luz reflejante del gran espejo plateado que era la luna. La luz pálida atravesaba las ramas de los arboles como flechas de luz clavadas en la tierra. 

El aullido de unos lobos se escuchó a lo lejos, su corazón galopaba y sus extremidades empezaron a traicionarlo. Temblaba de frio y miedo. Vacilante, miro al otro lado del río. Muy a lo lejos la luna había dejado al descubierto un nuevo camino y más allá una ciudad que brillaba distante. Un atisbo de esperanza empujó sus pasos y sin más se metió al río. 

Las aguas fangosas y espesas dificultaban su avance, conforme iba adelante se hundía cada vez más en la espesa podredumbre que alcanzo a llegarle a la barbilla. La tristeza y la desesperación lo ahogaban lentamente, sin embargo siguió avanzando hasta que sus pies dejaron de tocar el fondo y con todas las fuerzas que le restaban en sus brazos y piernas avanzó lentamente.

Estuvo apunto de hundirse, sin embargo el miedo fue un aliciente. Una horda de lo que parecían ser escorpiones o langostas, se acercaba a él. Aceleró su paso por el río hasta que nuevamente toco fondo con sus pies helados y entumecidos, con gran esfuerzo salio poco a poco de aquella peste y se tumbo del otro lado jadeante y exhausto. 

Pero no pudo descansar mucho tiempo, la luna era tan brillante como el mismo sol, su luz prestada estaba sobre de él como un faro guiando un barco perdido. Los aullidos de los lobos se escucharon más cerca y las langostas comenzaron a rodearlo. 

Sin fuerzas continuo sobre el camino iluminado por la luz espectral. Sus pasos, que eran lerdos se afirmaron en la tierra cuando vio la gran cuidad dorada cada vez más cerca y aceleró sus pasos. La ilusión volvió a asirle y un calor tibio empezó a acariciar su piel húmeda. Vio con delirio que la luz blanca se tornaba dorada, la luna descendía para ser tragada por la tierra y el sol ascendía triunfante iluminando su cara. “todo ha terminado”, pensó con jubilo, cuando uno de sus pasos lo traicionó haciéndolo caer por un profundo abismo. Caía sin control, la oscuridad volvió a rodearlo, un grito de muerte escapó de su garganta. A lo lejos en aullar de los lobos se enmudecía.

La memoria

Por: María Döring 


Es como una señal intermitente, fragmentos de memorias que se cuelan por la espina dorsal recorriendo cada espacio de la columna, electrificando lo más hondo del abismo de la conciencia.

A veces es tan claro, otras tan lejano, algunas junto a mí, muchas imposibles de distinguir. Me despierto y me siento ausente, recuerdo cada detalle y respiro. Es un eco, que rebota una y otra vez en mi mente, que abre las puertas del laberinto de la memoria. Basta una sola imagen para evocar una serie de retratos confusos, de recuerdos inventados de una antigua ilusión. Memorias creadas a través de mis deseos, de mis frustraciones y ausencias que lleno con tu presencia en mis sueños ¿Qué es esto que vivimos que me parece tan distante y a la vez cala tanto en la mente?

Te recuerdo, te sueño de forma involuntaria y a la vez adictiva, tan necesaria. Me eres algo desconocido y a la vez te vivo como si te conociera de toda la vida. En este laberinto interminable de pensamientos que no puedo controlar, me pierdo en cada una de las esquinas cada vez que topo pared y miro a un cielo inexistente en busca de alguna señal, en busca de tu voz.

La memoria interminable jamás descansa, sólo se pierde, se fragmenta y se desarma una y otra, y otra vez.

Divagando

Por: María Döring.


Existir por el mero hecho de hacerlo cansa y agobia a la vez. ¿Es vivir acaso una responsabilidad, un fin, un propósito o un mero accidente? La existencia es efímera, vaga, volátil, subjetiva. En la soledad de la obscuridad de mis pensamientos me llega la duda de mi existencia, me da por desvariar y pensar si realmente estoy aquí o estoy dormida soñando que existo. ¿Y sí no soy yo la que sueña?, ¿qué pasa si resulta ser que soy el sueño de alguien más y cuando éste despierte de súbito tras el sonido de su despertador, entonces yo, cual pensamiento, desaparezca y deje de existir? Así de simple, alguien despierta y yo desaparezco, pero ¿qué sería de las personas que yo sueño?, ¿será acaso que si yo soy un sueño también pueda soñar a la vez otros sueños y que cada noche que me pierdo en las cavernas de mi inconciencia doy vida a un nuevo ser en otro mundo paralelo al mío y que cuando despierto deja de existir junto con todos sus demás fantasías y así sucesivamente se teje un cadena de espejismos interminables, en la que todos somos sólo productos del inconsciente de otra persona?, ¿dónde empieza la cadena?, ¿quién es el primer soñador? ¿a él también lo sueñan?, ¿existe un inicio?

La idea me divierte bastante, tan efímero y tan frágil es la línea que divide la conciencia de la inconciencia que pienso que mi muerte es cosa de unos cuantos segundos. Cualquier cosa espanta el sueño, y al final, tarde o temprano, se tiene que despertar, o ¿acaso el sueño es infinito? Lo que me acecha de nuevo y me vuelvo a preguntar ¿de verdad existo?

Mi duda se desvanece de pronto cuando escucho a alguien decir mi nombre. Ese nombre que me fue concedido, cedido sin preguntarme acaso si lo quería. Existo a través de ese nombre. Existo a través de esos ojos que me miran, de esa boca que me nombra y sólo así, en ese instante me queda claro que sí existo. Existo porque me hacen existir, porque me recuerdan, me aman o quizá sí, algunos me odian. Pero cuando no me miran, cuando no me nombran, ¿sigo existiendo? 

Todos saben que existe París, pero los que nunca lo han visto, ¿cómo saben que existe?, ¿por qué hay fotos? ¿por qué muchos otros lo han visto? ¿por qué está en un mapa y miles viven ahí?, el mundo es enorme, pero ¿qué tan enorme es nuestro mundo, el de nuestros sueños? Imaginen una chica que acaban de ver cruzar frente a ustedes  en la calle y desapareció al momento que la pierden de vista en una esquina. Existió en ese momento, cruzó a nuestro lado, quizá olimos su perfume, notamos el color de su blusa, pero se ha perdido, se ha desaparecido y ¿sigue existiendo?

Ustedes dirán, que claro que sí, claro que existe, seguro es la hija, la hermana, la madre,  la novia o esposa de alguien más. Ella seguirá existiendo dentro de ese universo suyo, pero ¿en verdad sigue existiendo? Nunca volveremos a verla, jamás supimos su nombre y su imagen se perderá como la de miles de otras personas que transitan en el mundo. Existe en su realidad y no en la nuestra, para ella nosotros tampoco existimos.

Sí yo les digo que existe en el fondo de un caverna en las profundidades de las montañas un hombre que en este preciso momento está encendiendo una fogata ¿existe? Ustedes podrían decir que no y ¿por qué no? no con el simple hecho de imaginarlo ¿podría existir? Y si les digo que tiene nombre y le invento una historia, le doy una biografía, una edad, un propósito y les cuento cómo es que llego a las profundidades de la tierra y ahora mismo está disfrutando del calor del fuego ¿existe? ¿quién dice que no existe? El mundo aparece y desaparece cada vez que abrimos y cerramos los ojos. La percepción de nuestra realidad es personal. Cada quien percibe y vive a su forma de ver y entender. Un evento por ejemplo, digamos una explosión de la cual son testigos cuatro personas, si les preguntas a cada una su versión de los hechos podrías conseguir cuatro historias distintas. Pero sí alguna de estas personas o todas olvidan dicho suceso ¿nunca existió?, si olvidas a una persona ¿nunca paso?

La existencia sólo se limita a lo real, pero lo real es tan subjetivo y caprichoso. Es como aquellos que han visto fantasmas y los que no. Para unos existen y para otros no, o para no irnos muy lejos, la idea de Dios. Cuántas miles de personas creen en él, la rezan, le piden y se consuelan.  ¿cuántos lo han visto? Pero la existencia de Dios no es la razón de este post, es cuestión de fe, lo que me deja pensado. Sí creemos fuertemente en algo o el alguien, ¿puede existir?

Pero si todo es un sueño al final, la conclusión lógica sería decir que nada existe, pero no se puede probar que nada exista, lo que resume la existencia a un acto de fe, al igual que la idea de la existencia de Dios.

En fin, sí la existencia de cada uno de nosotros se resume a un sueño único y universal, ese sueño no será eterno o quizá sí, pero ese sueño global, ese primer eslabón es lo único que en verdad existe. ¿Cuál será la diferencia entre nuestros sueños y ese sueño?, somos creadores y la vez somos creados, y al final todas nuestras simplicidades y complicaciones se dan dentro de una gran cadena de sueños que surgen de un primer sueño, que sí es un sueño entonces no existe, y si no existe, ¿cómo aceptar que nada existe?, que somos parte de la nada. Vivir es un acto de Fe.

Abrazo

A veces me quedo quieta, pequeña y encogida. Me abrazo a mí misma para así soslayar el frío. Pocas veces miro atrás, a buscar atisbos de lo ...