Yo pensé que habías muerto.

Yo pensé que habías muerto. Estaba segura, porque esa noche la última hoja del abedul cayó en el mismo instante en que te apareciste, después de semanas de ausencia. Llegaste como un espectro de la noche envuelto en la oscuridad. Te acercaste a mí con tus manos afiladas, heladas como el metal, acariciaste mi cabello y recorriste mi rostro. Me dijiste, al ras de mi oído: “me tengo que ir” y yo, que empecé a besar tus manos punzantes con mis labios partidos de frío y de espera, te imploré con la voz rota: “no te vayas, no nos dejes, que el árbol ya está seco y las estrellas, que se habían escondido en el manto de las nubes durante tu ausencia, por fin se han asomado tímidas al verte, no nos dejes a oscuras de nuevo”. 

Pero te fuiste, desapareciste como un sueño al despertar. El silencio lo aplastó todo, las estrellas se ocultaron y la noche sin luna se hizo una boca oscura que dejo salir mis lamentos. Yo pensé, entonces, que habías muerto. Me dije que definitivamente estabas muerto, porque te extinguiste cual un espectro en la niebla cuando me besaste en la mejilla, diciendo adiós. Yo alcancé a decir hasta luego, como si fueras a regresar de la muerte, te dije hasta luego.

Entonces cerré las puertas, enterré todas las llaves y corrí las cortinas. Me vestí de noche y me puse mis aretes de estrellas que guardo en mi buró. Los que me regalaste esa noche estrellada cuando caminábamos engarzados de las manos a orillas del río, cuando nuestros pasos eran uno sólo bajo la luz azul del umbrío horizonte lleno de promesas. Me fui descalza para no hacer ruido, para no despertar a nadie. No quería que supieran que yo sabía que habías muerto. Me fui, así como llegué: Volando en el viento nocturno, como las aves negras plagadas de adiós. 

Caminé sin rumbo. Con los pasos indecisos buscando un lugar dónde descoser mi memoria para acordarme de ti. De todos los detalles de tu cara y tu cuerpo, de las palabras dichas, las promesas, y los besos, pero sobre todo las noches. Esas noches estrelladas en las que me izabas a tu pecho descolgando mis pies de la tierra, para bailar juntos ese vals horizontal, haciendo de nuestra cama un laberinto de pliegues blancos, donde corrían ríos de nosotros hechos de agua y sal. 

Encontré nuestro rincón de siempre junto al río que tantas veces nos vio andar. Escogí esa banca, donde tú me cantabas al oído canciones que te inventabas dedicadas a mis manos y a mis ojos. Y me quedé ahí vestida de noche con mis aretes de estrella de plata colgando de mis orejas, con la cara tapada con las manos para no hacer tanto escándalo mientras lloraba a pulmón abierto para así arrancarme de jalón las costuras de mi corazón, abrirlo de tajo para dejarte ir. Yo pensé que habías muerto. Te lloraba como se lloran a los muertos: con el alma hecha jirones y la voz ronca llena de ecos.

Cuál fue mi sorpresa, cuando, enjuagando mis ojos para mirar al firmamento, te vi. Ahí mismo del otro lado del río, cual reflejo en el agua. Estabas ahí sin mirarme, sin imaginarme si quiera. Yo supuse que no me veías porque estaba vestida de noche con estrellas y me confundía con el cielo nocturno. Iba a llamarte, alzar mis manos, gritar tu nombre con la emoción de encontrarte, cuando entonces, la vi. De pronto estaba amaneciendo y ella llegó sonriente vestida de sol y con nubes blancas que cubrían sus pies y tú, como cigarra buscando la luz incandescente, la rodeaste en tus brazos, esos brazos que alguna vez me estrecharon junto a ti. Y yo, que pensé que habías muerto, deseé que lo estuvieras.


Abrazo

A veces me quedo quieta, pequeña y encogida. Me abrazo a mí misma para así soslayar el frío. Pocas veces miro atrás, a buscar atisbos de lo ...