Una pesadilla

Por: María Döring


Sus pasos hacían eco a lo largo del camino en el bosque. La oscuridad de la noche no le permitía ver con claridad hacia dónde se dirigía. Corrió mucho tiempo, huyendo de la catástrofe, sin aliento se detuvo junto a un árbol a mirar detrás de si. Las llamas en lo alto de la torre iluminaban el cielo nocturno como una gran antorcha. Podía oír aún los gritos de los menos afortunados en escapar. El miedo volvió a apoderarse de él, pensó que quizá ya habían dado cuenta de su escape y estarían persiguiéndolo. Tomó aire y continuó corriendo lo más rápido que pudo a la profundidad del bosque. Poco a poco los gritos de dolor dejaron de escucharse y el clamor del agua se hizo presente en la oscuridad. Camino indeciso hacia aquel murmullo que le transmitía una honda angustia y se encontró ante un río de aguas mansas y profundas. Al acercarse y ponerse de rodillas en la orilla para poder beber notó que aquel líquido era nauseabundo y espeso con un sabor metálico. A través de sus aguas fluía la sangre derramada de otros como él que habían intentado huir. Se lamentó profundamente, la sed le corroía la boca.

El río era ancho, enorme, lo abarcaba todo de lado a lado. No podía regresar, sus asesinos estarían cerca, tenía que seguir adelante, pero la oscuridad del frondoso bosque y las nubes plomizas que no dejaban pasar la luz de la luna, calaban su alma. Dudaba en seguir, hasta que una luz se alzó iluminando su camino. Los nubarrones negros que cubrían el cielo se dispersaron dejando al descubierto la luz reflejante del gran espejo plateado que era la luna. La luz pálida atravesaba las ramas de los arboles como flechas de luz clavadas en la tierra. 

El aullido de unos lobos se escuchó a lo lejos, su corazón galopaba y sus extremidades empezaron a traicionarlo. Temblaba de frio y miedo. Vacilante, miro al otro lado del río. Muy a lo lejos la luna había dejado al descubierto un nuevo camino y más allá una ciudad que brillaba distante. Un atisbo de esperanza empujó sus pasos y sin más se metió al río. 

Las aguas fangosas y espesas dificultaban su avance, conforme iba adelante se hundía cada vez más en la espesa podredumbre que alcanzo a llegarle a la barbilla. La tristeza y la desesperación lo ahogaban lentamente, sin embargo siguió avanzando hasta que sus pies dejaron de tocar el fondo y con todas las fuerzas que le restaban en sus brazos y piernas avanzó lentamente.

Estuvo apunto de hundirse, sin embargo el miedo fue un aliciente. Una horda de lo que parecían ser escorpiones o langostas, se acercaba a él. Aceleró su paso por el río hasta que nuevamente toco fondo con sus pies helados y entumecidos, con gran esfuerzo salio poco a poco de aquella peste y se tumbo del otro lado jadeante y exhausto. 

Pero no pudo descansar mucho tiempo, la luna era tan brillante como el mismo sol, su luz prestada estaba sobre de él como un faro guiando un barco perdido. Los aullidos de los lobos se escucharon más cerca y las langostas comenzaron a rodearlo. 

Sin fuerzas continuo sobre el camino iluminado por la luz espectral. Sus pasos, que eran lerdos se afirmaron en la tierra cuando vio la gran cuidad dorada cada vez más cerca y aceleró sus pasos. La ilusión volvió a asirle y un calor tibio empezó a acariciar su piel húmeda. Vio con delirio que la luz blanca se tornaba dorada, la luna descendía para ser tragada por la tierra y el sol ascendía triunfante iluminando su cara. “todo ha terminado”, pensó con jubilo, cuando uno de sus pasos lo traicionó haciéndolo caer por un profundo abismo. Caía sin control, la oscuridad volvió a rodearlo, un grito de muerte escapó de su garganta. A lo lejos en aullar de los lobos se enmudecía.

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